sábado, 28 de marzo de 2009

Alguien pasa

Alguien pasa y pregunta
por los jazmines, madre.

Y yo guardo silencio.

Las palabras no acuden
en mi ayuda, se esconden
en el fondo del pecho, por no subir vestidas
de luto hasta mi boca,
y derramarse luego
en un río de lágrimas.

No sé si tú recuerdas
los días aún tempranos
en que ibas como un ángel
por el jardín, y dabas
a los lirios y rosas
su regalo de agua,
y las hojas marchitas
recogías en esa
tu manera tan suave
de tratar a las plantas
y a los que se acercaban
a tu amistad perfecta.

Yo sí recuerdo, madre,
tu oficio de ser tierna
y fina como el aire.

Una tarde un poeta
recibió de tus manos
un jazmín que cortaste
para él. Con asombro
te miró largamente
y se llevó a los labios,
reverente, la flor.

Se me quedó en la frente
aquel momento, digo
la frente cuando debo
decir el corazón.

Y se me va llenando
de nostalgia la vida,
como un vaso colmado
de un lento vino pálido,
si alguien pasa y pregunta
por los jazmines, madre.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Fotografía cortesía de Hernán Vargascarreño.

Raíz Antigua
(Del libro Secreta Isla)

No es de ahora este amor.

No es en nosotros
donde empieza a sentirse enamorado
este amor, por amor, que nada espera.
Este vago misterio que nos vuelve
habitantes de niebla entre los otros.
Este desposeído
amor, sin tardes que nos miren juntos
a través de los trigos derramados
como un viento de oro por la tierra;
este extraño
amor,
de frío y llama,
de nieve y sol, que nos tomó la vida,
aleve, sigiloso, a espaldas nuestras,
en tanto que tú y yo, los distraídos,
mirábamos pasar nubes y rosas
en el torrente azul de la mañana.

No es de ahora. No.
De lejos viene
--de un silencio de siglos--,
de un instante
en que tuvimos otro nombre y otra
sangre fugaz nos inundó las venas,
este amor por amor,
este sollozo
donde estamos perdidos en querernos
como en un laberinto iluminado.

http://www.youtube.com/watch?v=3pzAnqVe3mU

martes, 24 de marzo de 2009


La verdadera poesía debe estar tocada de humanidad


Por Martha Guarín

Su nombre, que es poesía, se encontró con esa palabra mayor después de ver el mar.

Y fue la muralla, esa que no impide ver ni el más lejano de los amores, la que la arrastró a esa mágica orilla de las letras, a lo profundo, a lo íntimo, a lo fugaz y a la vez de lo que jamás se olvida: la poesía, que es el amor mismo, que llena y da vida.

A Meira Delmar la invade la emoción recordando cómo ese mar que comulgaba con Cartagena la conmovió.

Su voz, que también es poesía, dice que en ese momento era una adolescente y que en un cuaderno escolar de rayas, con lápiz, como hasta hace poco lo hacía, escribió dos poesías, y que fueron las primeras que prácticamente mostró a otros.

Al escucharla no queda más que pensar que ese encuentro con lo bucólico se volvió un ritmo cotidiano, su alma gemela. Y en esa búsqueda y anhelo de expresar sus sentimientos halló, sin proponérselo, la profundidad.

En su libro editado por Uninorte —‘Meira Delmar, prosa y poesía’— están algunos de sus discursos, y le digo que ella hace de todas sus frases y conversaciones una poesía. Ella sonríe como si tuviera enfrente al amor cuando le leo estas líneas de su autoría: “Yo no he hecho más que escribir unos versos, lo que vale tanto como decir: he cortado unas rosas”.

En esta tarde de febrero, nuestra dama de la poesía, la que es Miembro Correspondiente de la Academia de la Lengua, la que su nombre anhelan muchas otras bibliotecas, está recibiendo, complacida, el anuncio de que ha sido creado el Premio Nacional de Poesía con su nombre, por iniciativa de la Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer y la Universidad Eafit.

Dice también, en la intimidad de la sala de música de su casa: “Este es un honor que yo agradezco, es la primera vez que yo recuerdo que mi nombre encabeza un premio. Yo no tendré nada que ver con el fallo, pero los organizadores esperan que yo esté en la Feria del Libro de Bogotá. Pienso, si Dios lo permite, que así será”.

Cuando usted recibió el Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia dijo: “Con el corazón colmado de silencio palpitante, ruego a todos los aquí presentes aceptar mis manos abiertas, y con ellas mi entrañable amistad”. ¿Qué piensa usted de los premios?, ¿hay que concursar?, ¿en cuántos participó usted?

Nunca mandé nada a concursar, y el verdadero motivo es porque yo siempre he estado como muy aislada, como muy sola, nunca me ha gustado pertenecer a grupos. Creo que poetas, hombres y mujeres, tienen siempre instintivamente motivos para creer en su propia obra, y que todo buen poeta sabe si lo que está haciendo es algo válido. Pero no deja de sorprenderme que cosas absolutamente tontas las escriban personas con alguna cultura y preparación.

Los premios llenan de júbilo, pero pueden generar un falso orgullo o falsa seguridad.

Si se premia algo mediocre le están haciendo mal a la persona. Por eso, cuando me vienen a pedir concepto, con el dolor de mi alma digo la verdad porque yo no sé mentir. No sé si fue porque en mi casa, desde que yo era chiquita, abolieron la mentira y nos enseñaron que mentir era algo gravísimo. Entonces, nunca puedo decir una mentira, ¡qué pecado!

¿Cuál es su consejo para quienes escriben poesía?

Les digo que se acerquen a alguien de su amistad sincera y muestren sus trabajos. Pero, además, que sea una persona entendida en materia literaria. Es que cuando uno se acerca a un verdadero amigo, uno espera que le diga la verdad, y esa persona le dirá si hay materia prima en esos ensayos.

La primera persona que vio sus poemas fue su hermana Alicia. Pero también se los envió a la gran poeta uruguaya Juana de Ibarbourou.

Así es, yo no recuerdo quién me dio la dirección, y yo le envié una cartica muy tímida, y no voy a negar, quien recibe una respuesta de una cumbre como ‘Juana de América’, como la llaman, es un honor. Mantuvimos correspondencia y fuimos amigas por largo rato. El comentario inicial de ella fue el siguiente: “Acuérdese siempre de esta profecía: si no se deja copar por las cosas de la vida, si le es fiel a la poesía, será usted uno de los grandes valores líricos de su patria y de América”. Y claro, yo me sentí coronada.

A su juicio, ¿la poesía se construye con imaginación, con sentimiento, con conocimiento?

Yo diría que la poesía, la que verdaderamente merece ese nombre, siempre debe estar tocada de humanidad. El que escribe poesía, y aunque no lo quiera, o trate de evitarlo, siempre tendrá el reflejo de quien es. La poesía es el reflejo de quien escribe.

¿Qué opina de la poesía erótica?

Bueno, es sumamente peligrosa, porque si no tiene capacidad de decirlo con delicadeza y finura puede caer fácilmente en lo pornográfico. A mí me disgusta cuando encuentro poesía escrita por mujeres que creen escribir de manera audaz y caen en la nota pornográfica. Toda poesía debe tener buen gusto, ese es un ingrediente esencial.

¿Cómo hace y cómo hizo Meira para escribirle al amor, si ya el amor no está?

Yo creo que cuando el amor no llegó es cuando más se le escribe.

Por ejemplo, como ese poema suyo que tituló ‘Alba de olvido’.

No fue fácil enamorarme para mí, porque yo veía en el colegio a compañeras de 13, 14 años y todas tenían novio, y yo no. Pero llegó el momento en que conocí a una persona, y no me vas a preguntar el nombre porque sabes que no lo voy a decir, y no lo voy a decir porque él se casó, tuvo una familia muy hermosa, tuvo muchos hijos, y yo de ninguna manera puedo decir su nombre. Me quiso. Yo sé que me quiso. Eso lo sabe, pero no vivía en Barranquilla. Así que nos conocimos, ya él estaba de novio para casarse. De inmediato, cuando supe que él estaba de novio, fui su amiga, el poco tiempo que él estuvo acá. Se fue y seguimos escribiéndonos un tiempo, y él realizó su vida y para mí fue el único gran amor.

Imagino que tuvo muchos pretendientes.

Después tuve simpatías, pero el amor, amor, fue ese. Y tuve, como toda muchacha, varios pretendientes, de esos que la familia le dice a uno: “A ti que te encanta viajar, ese fulano te llevaría por el mundo entero”. Pero yo respondía: no me voy a casar sin querer. Pero tal vez, gracias a la poesía, aquello no me amargó la vida, nunca tuve amargura por no haberme casado.

¿La poesía llenó el breve y el gran espacio que se necesita en la vida con respecto al amor?

Así es. Yo veo que hay quienes se casan no porque estén enamoradas, sino porque encuentran buenas personas, y a lo mejor hacen bien, porque no van a tener soledad en su vida. Pero gracias a Dios tengo una familia, tengo mis sobrinos que me quieren, no como una tía sino como si fuera una mamá. Entonces no me he sentido sola, abandonada, y tengo a mis amigos, que son verdaderas joyas y excepciones en cuanto a la amistad.

¿Qué le faltó para alcanzar el amor?

Audacia. Eran otros tiempos, uno no daba el primer paso. Si me hubiera lanzado, mi vida fuera distinta.

Por eso ese poema suyo que dice: “Tú me crees de piedra y soy arcilla blanda; modélame a tu antojo, escóndeme en tu alma”.

Sí, pero no me arrepiento.

* Tomado de El Heraldo de Barranquilla - Marzo 19 de 2009 - Edición 24.675

domingo, 22 de marzo de 2009



Elegía de Leyla Kháled
(De el libro Reencuentro)

Te rompieron la infancia, Leyla Kháled

Lo mismo que una espiga
o el tallo de una flor,
te rompieron
los años del asombro y la ternura,
y asolaron la puerta de tu casa
para que entrara el viento del exilio.

Y comenzaste a andar,
la patria a cuestas,
la patria convertida en el recuerdo
de un sitio que borraron de los mapas,
y dolía más hondo cada hora,
y volvía más triste del silencio,
y gritaba más fuerte en el castigo.

Y un día, Leyla Kháled, noche pura,
noche herida de estrellas, te encontraste
los campos, las aldeas, los caminos,
tatuados en la piel de la memoria,
moviéndose en tu sangre roja y viva,
llenándote los ojos de sed suya,
las manos y los hombros de fusiles,
de fiera rebeldía los insomnios.

Y comenzaron a llamarte nombres
amargos de ignominia,
y te lanzaron voces como espinas
desde los cuatro puntos cardinales,
y marcaron tu paso con el hierro
del oprobio.

Tú, sorda y ciega, en medio
de las ávidas zarpas enemigas,
ardías en tu fuego, caminante
de frontera a frontera,
escudando tu pecho contra el odio
con la incierta certeza del regreso
a la tierra luctuosa de que fueras
por mil manos extrañas despojada.

Te vieron los desiertos, las ciudades,
la prisa de los trenes, afiebrada,
absorta en tu destino guerrillero,
negándote al amor y los sollozos,
perdiéndote por fin entre la sombra.

Nadie sabe, no sé cuál fue tu rumbo,
si yaces bajo el polvo, si deambulas
por los valles del mar, profunda y sola,
o te mueves aún con la pisada
felina de la bestia que persiguen.

Nadie sabe. No sé. Pero te alzas
de repente en la niebla del desvelo,
iracunda y terrible, Leyla Kháled,
oveja en lobo convertida, rosa
de dulce tacto en muerte transformada.



Fotos tomadas de El Heraldo.


"...Quiero salir a los balcones
donde una niña se asomaba
a ver llegar las golondrinas
que en diciembre regresaban.

Tal vez la encuentre todavía
fijos los ojos en el tiempo,
con una llama de distancias
en la pequeña frente ardiendo..."
Viejo Muelle





Por Meira Delmar

Hace poco, por fina invitación de la periodista Margarita McCausland, estuve recorriendo el viejo muelle de Puerto Colombia. Solo con verlo, de entrada, sentí que me invadía una oleada de nostalgia. Inicié la caminada con el mismo asombro que solía acompañar mis pasos chiquitos cuando, siendo niña, anduve por su mole una y cien veces.

Sí. Con el mismo asombro.

¿Cómo lo hicieron? ¿Con qué mágicos conocimientos los hombres encargados de construirlo clavaron en el fondo del mar profundo los pilotes de hierro y concreto que habrían de sostener su andadura?

A finales del siglo pasado, el siglo XIX, distantes aun de los recursos de la tecnología actual, esa obra de alta ingeniería, dirigida por el genial cubano Francisco Javier Cisneros, mereció entonces, y sigue mereciendo hoy, el calificativo de colosal. En aquel ayer que evoco, y conmigo seguramente muchos barranquilleros que por azar me lean, seguramente el muelle era algo así como el emblema del progreso en Colombia, una prueba evidente de lo que los hijos podían aportar al mundo contemporáneo, presencia anticipada de un futuro que se presentía rico en realizaciones.

Los transatlánticos venidos del mundo exterior atracaban a diario en sus cabeceras, y las compañías marítimas que operaban en Alemania, Francia, Italia, España y los Estados Unidos mantenían trato permanente con el país, a través de un pequeño gran puerto que lucía con orgullo el nombre de la patria. En efecto, fue por Puerto Colombia por donde llegó a nosotros el empuje de la modernidad.

Los inventos que por entonces comenzaban a transformar la vida del hombre con innovaciones que la harían más fácil y grata, fueron entrando con fuerza cada vez mayor a nuestro entorno, y ya las primeras décadas del siglo XX Colombia disfrutaba de eficaces medios de comunicación, empresas bien montadas de servicios públicos y numerosas fuentes de trabajo, como también comodidades que iban en aumento al paso de los días.

Valga aquí señalar que el primer vuelo de correo aéreo cumplido en América del Sur, fue el que hiciera —no en forma oficial sino más bien como un gesto romántico— el audaz aviador estadounidense William Knox Martín, al transportar de Barranquilla a Puerto Colombia una talega de cartas dirigidas a algunos veraneantes que se encontraban allí de temporada. Las cartas llevaban una estampilla conmemorativa con fecha del 18 de junio de 1919. Todo lo dicho y aun más significó el muelle para la región y para el resto de Colombia.

Pero al margen de su trascendencia y de la acción civilizadora ejercida por él desde su inauguración el 15 de junio de 1894, el muelle tiene otros atributos, vivos en la memoria de los que una vez fuimos niños en su vecindad.

Por aquel tiempo la población de Puerto Colombia, a solo unos veinte minutos de Barranquilla, se había convertido en el mejor balneario del litoral Atlántico. Agradables y excelentes hoteles albergaban, en las vacaciones de julio y diciembre, a una chiquillada que se entretenía en interminables baños de mar, excursiones por los cerros cercanos y ‘Last but not least’, visitas a los barcos que tradicionalmente demoraban en la punta del muelle. Armados con el tiquete adquirido en la oficina de la Aduana Portuaria, los pequeños adorábamos el trencito que hacía la ruta del largo puente, y apenas llegados a nuestra meta ascendíamos por la escalerilla móvil, que incitaba por sí sola a nuestro espíritu de aventura con la sensación de peligro que nos daba su tambaleante estructura.

Una vez arriba, emprendíamos la exploración del paquebote, hasta encontrar ¡Oh delicia! El almacén de las golosinas, donde nos abastecíamos de los más exquisitos chocolates, de las más renombradas marcas, galletas, confitería, en fin, cuanto pudiera satisfacer nuestro apetito de disfrute. Claro que también nos atraía la tienda de los juguetes y éramos las chicas las que casi siempre regresábamos con una linda muñeca entre los brazos. No recuerdo bien si los varones hallaban asimismo el juego desconocido que colmara sus deseos.

Después de un día, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, todo cambió. No hubo más bahía, ni isla verde, ni muelle, ni barcos, ni marineros por las calles del pueblo. Se dieron muchas razones por lo sucedido. Unas plausibles. Otras no tanto. Y quizá lo más prudente sea guardar silencio ante la desaparición de aquel modo de vida irrepetible.

De mi última visión del muelle la mañana que fui a verle, me queda una tenaz melancolía. Porque fue como encontrar el envejecido retrato de una persona amada. El tiempo, el abandono, el polvo del olvido selene borra casi del todo rasgos y expresiones. Lo que perdura es, si acaso, una imagen ausente. Y sin embargo hermosa.

(Junio de 1997)

* Tomado de la revista dominical de El Heraldo. Marzo 22 de 2009 - Foto: Tatiana Blanco.

Obra del Maestro Roberto Rodríguez.


Huésped sin sombra

Nada deja mi paso por la tierra.
En el momento del callado viaje
he de llevar lo que al nacer me traje:
el rostro en paz y el corazón en guerra.

Ninguna voz repetirá la mía
de nostálgico ardor y fiel asombro.
La voz estremecida con que nombro
el mar, la rosa, la melancolía.

No volverán mis ojos renacidos
de la noche a la vida siempre ilesa,
a beber como un vino la belleza
de los mágicos cielos encendidos.

Esta sangre sedienta de hermosura
por otras venas no será cobrada.
No habrá manos que tomen, de pasada,
la viva antorcha que en mis manos dura.

Ni frente que mi sueño mutilado
recoja y cumpla victoriosamente.
Conjuga mi existir tiempo presente
sin futuro después de su pasado.

Término de mí misma, me rodeo
con el anillo cegador del canto.
Vana marea de pasión y llanto
en mí naufraga cuanto miro y creo.

A nadie doy mi soledad. Conmigo
vuelve a la orilla del pavor, ignota.
Mido en silencio la final derrota.
Tiemblo del día. Pero no lo digo.