domingo, 22 de marzo de 2009

Viejo Muelle





Por Meira Delmar

Hace poco, por fina invitación de la periodista Margarita McCausland, estuve recorriendo el viejo muelle de Puerto Colombia. Solo con verlo, de entrada, sentí que me invadía una oleada de nostalgia. Inicié la caminada con el mismo asombro que solía acompañar mis pasos chiquitos cuando, siendo niña, anduve por su mole una y cien veces.

Sí. Con el mismo asombro.

¿Cómo lo hicieron? ¿Con qué mágicos conocimientos los hombres encargados de construirlo clavaron en el fondo del mar profundo los pilotes de hierro y concreto que habrían de sostener su andadura?

A finales del siglo pasado, el siglo XIX, distantes aun de los recursos de la tecnología actual, esa obra de alta ingeniería, dirigida por el genial cubano Francisco Javier Cisneros, mereció entonces, y sigue mereciendo hoy, el calificativo de colosal. En aquel ayer que evoco, y conmigo seguramente muchos barranquilleros que por azar me lean, seguramente el muelle era algo así como el emblema del progreso en Colombia, una prueba evidente de lo que los hijos podían aportar al mundo contemporáneo, presencia anticipada de un futuro que se presentía rico en realizaciones.

Los transatlánticos venidos del mundo exterior atracaban a diario en sus cabeceras, y las compañías marítimas que operaban en Alemania, Francia, Italia, España y los Estados Unidos mantenían trato permanente con el país, a través de un pequeño gran puerto que lucía con orgullo el nombre de la patria. En efecto, fue por Puerto Colombia por donde llegó a nosotros el empuje de la modernidad.

Los inventos que por entonces comenzaban a transformar la vida del hombre con innovaciones que la harían más fácil y grata, fueron entrando con fuerza cada vez mayor a nuestro entorno, y ya las primeras décadas del siglo XX Colombia disfrutaba de eficaces medios de comunicación, empresas bien montadas de servicios públicos y numerosas fuentes de trabajo, como también comodidades que iban en aumento al paso de los días.

Valga aquí señalar que el primer vuelo de correo aéreo cumplido en América del Sur, fue el que hiciera —no en forma oficial sino más bien como un gesto romántico— el audaz aviador estadounidense William Knox Martín, al transportar de Barranquilla a Puerto Colombia una talega de cartas dirigidas a algunos veraneantes que se encontraban allí de temporada. Las cartas llevaban una estampilla conmemorativa con fecha del 18 de junio de 1919. Todo lo dicho y aun más significó el muelle para la región y para el resto de Colombia.

Pero al margen de su trascendencia y de la acción civilizadora ejercida por él desde su inauguración el 15 de junio de 1894, el muelle tiene otros atributos, vivos en la memoria de los que una vez fuimos niños en su vecindad.

Por aquel tiempo la población de Puerto Colombia, a solo unos veinte minutos de Barranquilla, se había convertido en el mejor balneario del litoral Atlántico. Agradables y excelentes hoteles albergaban, en las vacaciones de julio y diciembre, a una chiquillada que se entretenía en interminables baños de mar, excursiones por los cerros cercanos y ‘Last but not least’, visitas a los barcos que tradicionalmente demoraban en la punta del muelle. Armados con el tiquete adquirido en la oficina de la Aduana Portuaria, los pequeños adorábamos el trencito que hacía la ruta del largo puente, y apenas llegados a nuestra meta ascendíamos por la escalerilla móvil, que incitaba por sí sola a nuestro espíritu de aventura con la sensación de peligro que nos daba su tambaleante estructura.

Una vez arriba, emprendíamos la exploración del paquebote, hasta encontrar ¡Oh delicia! El almacén de las golosinas, donde nos abastecíamos de los más exquisitos chocolates, de las más renombradas marcas, galletas, confitería, en fin, cuanto pudiera satisfacer nuestro apetito de disfrute. Claro que también nos atraía la tienda de los juguetes y éramos las chicas las que casi siempre regresábamos con una linda muñeca entre los brazos. No recuerdo bien si los varones hallaban asimismo el juego desconocido que colmara sus deseos.

Después de un día, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, todo cambió. No hubo más bahía, ni isla verde, ni muelle, ni barcos, ni marineros por las calles del pueblo. Se dieron muchas razones por lo sucedido. Unas plausibles. Otras no tanto. Y quizá lo más prudente sea guardar silencio ante la desaparición de aquel modo de vida irrepetible.

De mi última visión del muelle la mañana que fui a verle, me queda una tenaz melancolía. Porque fue como encontrar el envejecido retrato de una persona amada. El tiempo, el abandono, el polvo del olvido selene borra casi del todo rasgos y expresiones. Lo que perdura es, si acaso, una imagen ausente. Y sin embargo hermosa.

(Junio de 1997)

* Tomado de la revista dominical de El Heraldo. Marzo 22 de 2009 - Foto: Tatiana Blanco.

1 comentario:

  1. Hola, buenas tardes. Estoy interesado en escribir una obra de teatro sobre Meira del Mar, vivo en Barranquilla y me gsutaría saber sobre ciertos datos de su vida y obra. ¿puedo contactarme con ustedes?

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